Compostela,
centro cultural cosmopolita en los siglos XI y XII
Adeline
Rucquoi - C.N.R.S., Francia
Compostela,
centro cultural cosmopolita en los siglos XI y XII
(PDF avec notes)
Quien
se fija en la ciudad de Santiago de Compostela en los
siglos XI y XII piensa en la peregrinación y en la construcción
de la basílica románica que aún conocemos. Lugar “santo”
que atrae a los fieles al final de un camino que se
conoce como “francés” desde hace siglos. Lugar que se
fue desarrollando alrededor de la catedral, en la que
oficia un clero que la Historia compostellana, contemporánea
de los acontecimientos, no dudaba en calificar como
“rudo e ignorante”.
En
esos mismos siglos, y en relación con la peregrinación,
fueron apareciendo textos que relataban los milagros
del apóstol o el descubrimiento de su tumba por el emperador
Carlomagno, rey de los francos, otros que describían
un camino que permitía seguir las huellas de los primeros
y los pasos del segundo, y numerosos sermones e himnos
dedicados a Santiago por autores locales o foráneos.
El siglo XIX, y luego el XX atribuyeron la mayor parte
de dichos textos a autores franceses, y en particular
la Guía del peregrino a Santiago de Compostela a un
tal Aimerico Picaud.
1.-
Aimerico Picaud y los franceses en España
En
su estudio de la formación de los Cantares de Gesta,
Les légendes épiques. Recherches sur la formation des
chansons de geste, que recibió un premio de la Academia
Francesa en 1911, el filólogo Joseph Bédier (1864-1938)
incluyó la crónica que constituye el cuarto libro del
Iacobus o Liber Sancti Iacobi, la Historia Turpini,
con más de 250 manuscritos computados. Al final de su
análisis, concluía que “la llamada Crónica de Turpín
fue compuesta por un único autor, un francés, que escribía
entre los años 1126 y 1165, más precisamente, como lo
veremos, hacia 1140-1150”. Un francés, ¿qué francés?
Surge entonces el nombre de Aimerico Picaud, autor de
una de las piezas del Apéndice del Codex, y uno de los
personajes a quien atribuye Inocencio II en su epístola
el hecho de haber llevado a Santiago el volumen compilado
por Calixto II (1119-1124). Para Joseph Bédier, el Codex
fue elaborado por un autor que se presenta bajo el nombre
de Calixto II, y luego revisado y completado por otros,
siendo Aimerico Picaud uno de ellos. Sin embargo, añade:
“En otros términos, un seudo León autentica la traslación,
un seudo Turpín autentica la Historia de Carlomagno,
un seudo Calixto autentica la bula del seudo León y
la Crónica del seudo Turpín, un seudo Inocencio autentica
la compilación del seudo Calixto y autentica, por añadidura,
las adiciones de los últimos redactores de la obra,
en particular las de Aymeri Picaud, el cual a su vez
es quizás un seudo Aymeri Picaud”. Sea o no Aymeri Picaud,
para Joseph Bédier, en cualquier caso hay que considerar
a Cluny como uno de los lugares de compilación del Codex.
En
1938, Jeanne Vielliard publicaba el quinto libro del
Codex con el título – puesto por ella - de Guía del
peregrino a Santiago de Compostela, en cuyo prefacio
escribe que el texto se debe a un peregrino francés,
sin afirmar que éste fuese el Aimerico Picaud mencionado
en una carta atribuida al papa Inocencio II y autor
de un poema. Sin embargo, diez años después, René Louis
atribuyó sin titubeos a Aimerico Picaud, para él un
clérigo giróvago, el Codex Calixtinus en su conjunto,
así como el prólogo atribuído a Calixto II y la carta
atribuída al papa Inocencio II; recogidas a lo largo
de sus peregrinaciones, las piezas habrían sido compiladas
y “uniformizadas” entre 1135 y 1139 en Asquins, cerca
de Vézelay, por Aimerico Picaud cuidando mucho de no
atribuirse ninguno de los textos. Tomando como base
de su argumentación el colofón del Liber Sancti Iacobi,
Marcelin Desfourneaux en 1949 concluye también que la
obra no fue hecha en España, sino que es francesa, con
influencias de Cluny, y ve en Aimerico Picaud el último
de sus autores y el que la regaló a Santiago. Para Adalbert
Hämel (1885-1950), el Codex se compone de dos partes
muy distintas, los libros I, II y III por una parte,
la Historia Turpini y la Guía del peregrino a Santiago
de Compostela por otra, reunidas por un mismo compilador
y llevadas a Santiago por Aimerico Picaud hacia 1139-1140.
En 1961, en su Naissance et développement de la chanson
de geste en Europe, tomo 1: La geste de Charlemagne
et de Roland, publicado en Ginebra, André de Mandach
sigue atribuyendo a Aimerico Picaud el haber llevado
el volumen a Santiago hacia 1139, pero considera que
sólo incluía entonces los libros I, II y IV, cada uno
con sus apéndices, y que, hacia 1160-1170, los canónigos
compostelanos reunieron esos “apéndices” haciendo con
ellos el libro V, elaborando luego el libro III con
algunos sermones del libro I.
René
de La Coste-Messelière, en 1978, no dudó un solo momento
en afirmar que Aimerico Picaud era el autor del Codex,
y sugirió que quizás fuera un colaborador cercano al
papa Calixto. En 1985, el P. André Moisan supuso que
el conjunto del Codex era obra de un solo autor, y que,
sin ninguna duda, ese autor – que no “portador”, dice
– era Aimerico Picaud, en la medida en que su nombre
aparecía en un himno colocado justo antes de la epístola
de Inocencio II. Dos años después, Marie de Menaca distinguió
tres etapas en la constitución de la obra, una etapa
“piadosa” hacia 900, época de Alfonso III, una “política”
y “cluniacense” hacia 1100 en Galicia, cuyo cénit sería
la Historia Turpini, y una última etapa de compilación
general, entre 1132 y 1158, obra esencialmente de Aimerico
Picaud. En 2003 finalmente, en su larga introducción
a la traducción francesa del Codex, Bernard Gicquel
desarrolla la teoría de una multitud de etapas, atribuye
los milagros de Santiago del Libro II a Aimerico Picaud
en 1132-1135, la autoría del volumen entero a un monje
de Cluny, Pedro de Poitiers, y localiza la elaboración
entre Vézelay hacia 1155-1160 y Cluny.
La
atribución del quinto libro del Codex Calixtinus o Guía
del peregrino a Santiago de Compostela, cuando no del
conjunto de los libros y apéndices del Liber Sancti
Iacobi, a un tal Aimerico Picaud tiene pues una larga
historia y los autores españoles que mencionan la obra
suelen aceptar esa atribución. El nombre de Aimerico
Picaud se ha hecho famoso y nadie o casi nadie duda
de que el último libro del Codex, o los dos últimos,
y hasta la mayor parte del texto o el Liber Sancti Iacobi
en su totalidad sean de origen francés. Así, por ejemplo,
lo reafirmó tajantemente Diego Catalán en un capítulo
al que tituló “El Iacobus es obra personalísima de su
autor, Aymeri Picaud”.
Las
teorías de un origen francés de la obra se remontan
pues a los estudios de finales del siglo XIX, que partían
de la convicción de que la historia de Carlomagno relatada
en elPseudo-Turpín procedía de la Chanson de Roland,
obra épica considerada como “francesa”. Los peregrinos
y juglares franceses, conocedores de las hazañas de
Rolando, habrían desarrollado una versión en la que
atribuían a su emperador el descubrimiento de la tumba
del apóstol. Desde entonces sin embargo, los estudios
pormenorizados de la evolución de los textos tienden
a mostrar, si no una anterioridad de las tradiciones
hispanas relativas a Carlomagno y Rolando, por lo menos
una coincidencia cronológica. A principios del siglo
XI se conocía ya en los condados pirenáicos y en el
de Barcelona un cantar épico del que sólo un fragmento
ha llegado hasta nosotros. Hacia 1065-1070, un pequeño
relato apuntado en el margen de un manuscrito del monasterio
de San Millán de la Cogolla cuenta que, tras unos meses
ante la ciudad de Zaragoza, el emperador Carlomagno
aceptó ricos regalos para volver a su patria; cuando
el ejército cruzaba por el puerto de Cize, dice el breve
texto, “en Roncesvalles, Rolando fue matado por los
sarracenos”. Según el poeta anglo-normando Wace, en
1066 el juglar Incisor Ferri o Taillefer, para animar
a los normandos en la batalla de Hastings, les cantaba
las proezas de Carlomagno y la muerte de Rolando en
Roncesvalles. La primera versión escrita de la Chanson
de Roland que se nos ha conservado se encuentra en un
manuscrito de Oxford, datado de los años 1140-1170,
a partir del cual los filólogos sitúan la redacción
más antigua en una fecha de poco posterior al año 1086.
Estos datos muestran que la historia de Carlomagno y
Rolando, recogida entre 1090 y 1030 en el Codex Calixtinus,
ya circulaba por el norte de España y en territorios
normandos desde principios de siglo, y que la Historia
Turpini es contemporánea de las versiones primitivas
de la Chanson de Roland.
¿Dónde
entonces pudieron ser redactados los textos recogidos
en los libros IV y V del Codex conservado en Compostela,
del que sabemos que es un volumen copiado hacia los
años 1140-1160 con añadidos hasta finales del siglo
XII? Con la excepción de Gaston París que, en 1865,
había supuesto en su De Pseudo-Turpino que la Historia
Turpini era obra de dos autores sucesivos, un clérigo
compostelano de la segunda mitad del siglo XI y un francés
(!) del séquito de Gui de Vienne – futuro Calixto II
– a principios del XII y, más recientemente, de Marie
de Menaca, ningún autor apuntó jamás a Santiago de Compostela
como lugar de producción de la obra o de parte de ella.
La lucha contra los musulmanes desde la invasión del
711 había impedido cualquier vida cultural en la parte
cristiana de la Península y la afirmación de Diego Gelmírez
de que había encontrado en Santiago un clero “rudo e
ignorante” en 1100 se veía confirmada por archiveros
e historiadores franceses que descartaban la mayor parte
de la producción escrita altomedieval considerándola
falsa o falsificada.
.
2.-
Volviendo a Compostela
En
2002, con motivo del VIº Congreso Internacional de Estudios
Jacobeos, dedicado exclusivamente al IVº libro del Codex,
Fernando López Alsina analizó el texto y llegó a una
doble conclusión. Mostró en primer lugar que la historia
de la invención de la tumba de Santiago por Carlomagno
después de una revelación hecha por el propio apóstol,
al igual que la de los numerosos privilegios que de
él recibiera la iglesia compostelana, tenían como objetivo
único y evidente la exaltación de la sede apostólica
gallega. Subrayó luego que el texto conocido como Peudo-Turpín,
cuarto libro del Liber Sancti Iacobi, fue redactado
en dos etapas distintas.
El
relato más antiguo cuenta la visión por Carlomagno de
Santiago que le conmina a que vaya a liberar su tumba
de manos de los infieles, y la posterior campaña militar
con la toma de Pamplona, el encuentro con el gigante
turco Ferragut en Nájera o las lanzas floridas en Sahagún;
se remonta a finales del siglo XI, época de la primera
cruzada para “liberar la tumba de Cristo”, y al inicio
del señorío de Urraca de Castilla y Raimundo de Borgoña
en Galicia. La atribución del descubrimiento del sepulcro
apostólico al gran emperador de Occidente, coronado
emperador por un papa, en el transcurso de una campaña
militar que ofrecía todas las características de una
cruzada, como la que predicaban los papas contemporáneos,
reforzaba las reivindicaciones de “apóstolica” de la
sede compostelana frente a las dudas y prohibiciones
de la Iglesia gregoriana. De hecho, Roma en adelante
no negaría abiertamente la presencia de las reliquias
del apóstol en Santiago. Sin embargo, hacia 1120-1130,
los privilegios de la iglesia compostelana corrían peligro
frente a Toledo, cuyo titular era el primado de las
Españas desde 1086 y pretendía ser obedecido por las
demás iglesias peninsulares. Se elaboró entonces un
segundo relato en el que Carlomagno volvía a Galicia,
ya no como capitán de un ejército de cruzados sino como
peregrino, para luchar contra el paganismo y fundar
la iglesia dotándola con numerosos privilegios. Este
segundo relato es el que se atribuye al arzobispo de
Reims, Turpín, y está escrito en primera persona; fue
indudablemente redactado en Compostela, en el círculo
de los obispos y arzobispos y del cabildo de la catedral.
Ambos relatos se fundieron luego en uno solo, el cuarto
libro del Codex o Historia Turpini, a mediados de siglo.
Se le añadió todavía capítulos como el de la descripción
del palacio de Carlomagno, que hay que fechar por los
años 1180-1190.
Complemento
obvio del anterior, el quinto libro –transformado en
cuarto hacia 1620 cuando la Historia Turpini fue separada
del resto del Codex y se convirtió en un volumen aparte
hasta su reintegración en 1966– habla de los caminos
que llevan a Compostela y describe ampliamente la nueva
catedral. Esta Guía del peregrino a Santiago de Compostela
plasma en el paisaje coetáneo las hazañas de Carlomagno
y de los doce pares de Francia que liberaron la tumba
apostólica y fundaron su iglesia, tal y como lo relata
la Historia Turpini. Este libro, que dedica a España,
sus ríos, sus regiones, sus hombres, el santuario compostelano,
muchas más páginas que a Francia –mencionada sólo en
los capítulos 1, 7 y 8 de los once que contiene el libro–,
creó un camino terrestre que, en adelante, fue inseparable
de la peregrinación a Galicia.
Se
puede por lo tanto suponer lógicamente que tanto la
copia final como los textos que componen el Codex Calixtinus
debieron de ser elaborados en Compostela, ya que sirven
ante todo los intereses compostelanos. Pero ¿dónde y
por quién? Existía en Santiago desde el siglo X una
señalada escuela episcopal en la que se educaron hijos
de reyes y condes, además de prelados ilustres. En un
documento que evoca la fundación de la iglesia de Santa
Comba de Bande en Galicia, se hace referencia a que
el comes Ordoño Velasquez “dió su hijo Guttier al obispo
Hermegildo para que lo criara”; sucesor de Gudesindo
(920-924), Hermegildo fue obispo de Iria entre 924 y
951, lo que permite pensar que ya existía une escuela
episcopal, acorde con los cánones y en particular las
prescripciones del IIº concilio de Toledo de 531. El
Cronicón Iriense, redactado hacia 1080, recuerda que,
a finales del siglo X, el futuro rey Vermudo II (982-999)
se había criado “en la insigne ciudad de Santiago”.
A mediados del siglo XI, por los años 1053-1056, Fernando
Iº de Castilla encomendó al obispo Cresconio de Iria-Compostela
la educación de su hijo García, futuro rey de Galicia.
En 1073, el obispo Pelayo de León (1065-1085) mencionó
que era oriundo de Galicia y que había sido criado en
la iglesia de Santiago donde había aprendido “las doctrinas
eclesiásticas” antes de ser promovido a los grados del
sacerdocio. En la iglesia de Santiago también se crió
y educó el futuro obispo, luego arzobispo, Diego Gelmírez
(1100-1139), hijo de un noble de la región. Un estudio
pormenorizado de la documentación muestra que Santiago
era, para el reino de León, el gran centro de formación
intelectual de las élites –como lo eran Sevilla para
los cristianos de al-Andalus y Narbona para los de la
antigua provincia tarraconense–.
En
1071, Diego Peláez fue promovido a la sede de Iria-Compostela,
sede de la que fue exiliado por el rey en 1088. Tras
una vacante y el breve episcopado de Dalmacio (1094-1095),
le sucedió Diego Gelmírez, que fue administrador de
la diócesis durante las vacantes, obispo de Compostela
a partir de 1100, y finalmente arzobispo en 1120. Ambos
prelados tenían grandes ambiciones para la sede apóstolica,
ambiciones que chocaban con la política llevada por
el papa Gregorio VII y sus sucesores. En 1049 ya, en
un concilio en Lorena, el papa León IX había excomulgado
el obispo Cresconio porque atribuía “ilegalmente” a
su sede el título apostólico. A mediados del siglo XI,
una excomunión no tenía consecuencias en Santiago, y
los peregrinos seguían llegando al santuario. Pero,
tres décadas después, la situación no era la misma y
las amenazas de Gregorio VII, apenas veladas, de declarar
hereje el reino de Castilla si no se sometía a su voluntad,
o sea a la mater Roma, no podían menospreciarse; en
las cartas que había mandado al rey en 1074, el papa
negaba la tradición de la evangelización de España por
Santiago, afirmando que dicha evangelización se debía
a los “siete varones apóstolicos” enviados para ello
por San Pedro y San Pablo desde Roma. Por otra parte,
el culto al apóstol Santiago, como todos los cultos
en los grandes santuarios de peregrinación, necesitaba
que, periódicamente, se le “alimentara” con nuevos textos,
como una nueva versión de la vida, el martirio o la
traslación del santo, o las listas de sus milagros,
y con nuevos edificios y objetos valiosos. Un santuario
que no fuera capaz de “re-crearse” y “ponerse al día”
veía su estrella apagarse en poco tiempo.
El
descubrimiento del sepulcro de Santiago, probablemente
entre los años 820 y 830, fue así inmediatamente anunciado
al resto de la Cristiandad mediante un texto, según
toda probabilidad fabricado en la corte del rey Alfonso
II el Casto, la Epístola del papa León que explicaba
cómo, después del martirio del apóstol en Tierra Santa,
su cuerpo había sido llevado en una barca hasta Padrón
y, de allá, por unos ángeles hasta el lugar escogido
por Santiago para descansar definitivamente. La difusión
de esta epístola fue muy rápida ya que, por los años
860, Adón de Vienne, en el valle del Ródano, y Usuardo
de Saint-Germain-des-Prés, cerca de París, en sus respectivos
Martirologios, terminaron su noticia de Santiago el
25 de julio aclarando que su cuerpo estaba en Galicia
donde acudían a venerarlo muchos peregrinos. A finales
de siglo, en 896 en el monasterio de Saint-Gall, en
la Suiza actual, el monje Notker también incluyó la
noticia de la presencia de las reliquias del apóstol
en España en términos que revelan su conocimiento de
la Epístola hecha en España y atribuída a un obispo
de Jerusalén, León. A principios del siglo XI, la leyenda
se había apoderado del relato para embellecerlo, con
la historia en particular de una matrona llamada Lupa
a quien los discípulos de Santiago habían pedido un
lugar para enterrar el cuerpo de su maestro; la leyenda
también se había difundido, por lo menos hasta el monasterio
de Fleury-sur-Loire.
3.-
Diego iº y Diego iiº
Con
la elección de Diego Peláez como obispo de Iria-Compostela
se inició un fecundo período intelectual y artístico
que renovó enteramente la problemática compostelana
y tuvo consecuencias más allá de la época y de las fronteras
del reino.
El
período 1070-1170 se caracteriza por una abundante producción
de textos relativos a la peregrinación y por la construcción
de una inmensa basílica destinada a acoger a un número
creciente de peregrinos. En el campo artístico, la iglesia
compostellana se proyectó como uno de los mayores templos
de la Cristiandad de la época, y en su elaboración y
edificación trabajaron arquitectos, obreros y artistas
locales y extranjeros, lo que permitió un vaivén incesante
de técnicas y de hombres entre la Península ibérica
e Inglaterra, Italia, el imperio romano-germánico y
Francia. El interés que suscitó el nuevo edificio hizo
que en San Martín de Tours, cuya basílica había desaparecido
en un incendio, se le tomara como modelo para la nueva
construcción. Y las similitudes constructivas y decorativas
entre San Sernín de Toulouse, la catedral de Pamplona
y Santiago de Compostela testimonian los intercambios
que se produjeron entre sus respectivas regiones. La
basílica no fue la única construcción que se debió a
los arzobispos y a su círculo: el palacio episcopal,
las murallas y puertas de la ciudad, la edificación
de un nuevo hospital para los peregrinos y la fuente
del Paraíso delante de la puerta septentrional del templo
contribuyeron a transformar el aspecto del antiguo locus
sanctus.
En
el campo de la producción literaria, un análisis cronológico
revela la profunda unidad de las obras que vieron entonces
la luz y que, estudiadas independientemente, podrían
parecer inconexas.
Hacia
1077, en el largo preámbulo de la llamada Concordia
de antealtares, por la cual los monjes de Antealtares
cedían parte de su monasterio con vistas a la construcción
de la cabecera de la nueva basílica, se encuentra por
primera vez un relato del descubrimiento de la tumba
del apóstol. El texto atribuye este descubrimiento al
obispo de Iria, Teodemiro (c. 818-843), quien habría
llamado al rey Alfonso II el Casto (791-842), situando
así la invención del sepulcro en la tercera o cuarta
década del siglo IX.
Muy
pocos años después de la Concordia, hacia 1080, el llamado
Cronicón Iriense es una historia de la sede de Iria-Compostela
a través de sus obispos y de los reyes, desde la invasión
de los godos y suevos y la predicación del “griego Martín,
obispo de Dumio”, hasta Pedro de Mezonzo (985-1003).
En el capítulo dedicado al décimo quinto obispo, Teodemiro,
el anónimo autor de la crónica relata también el descubrimiento
de la tumba por el obispo y la llegada apresurada del
rey Alfonso II que concedió al santo lugar privilegios
y donaciones. Hasta aquí, ambos relatos concuerdan.
Pero el Cronicón termina su capítulo indicando que “Teodemiro,
el décimoquinto, se convirtió en el primer pontífice
de la sede de Santiago apóstol, en tiempos de Carlos
rey de Francia y de Alfonso rey casto de España”, y
que “Alfonso el casto, vuelto a Asturias para encontrarse
con Carlomagno rey de Francia , murió”. ¿Porqué esta
mención de Carlomagno – que murió en 814 –, puesta incidentalmente,
al lado de los descubridores “nacionales”?
Siguiendo
las conclusiones de Fernando López Alsina, el tercer
texto que fue producido en Compostela es precisamente
la historia del descubrimiento de la tumba de Santiago
el Mayor por Carlomagno tras una visión del apóstol,
tres veces repetida, enseñándole un camino de estrellas
e impeliéndole a liberar su tumba de manos de los infieles.
La minuciosa descripción de Galicia en la que, según
el texto, entra Carlomagno con su ejército, revela que
se trata de la región dada a Urraca de Castilla y Raimundo
de Borgoña tras su matrimonio (1090) y antes de la boda
de Teresa de Castilla con el conde Enrique que recibieron,
en 1095, un condado de Portugal para el que se desgajó
parte del sur de Galicia. En este texto no aparecen
Alfonso el Casto o Teodemiro, una ausencia justificada
por los objetivos que perseguían los autores del relato:
autenticar, frente a Roma, la presencia del cuerpo de
Santiago en Galicia a través de la persona del emperador
de Occidente. Al mismo tiempo, la breve mención puesta
en el Cronicón Iriense, al final del capítulo dedicado
a Teodemiro, encuentra a la vez su razón de ser y su
justificación. Como si de un espejo se tratara, ambos
textos se autentican. Finalmente, al evocar en las etapas
del camino las hazañas de Carlomagno y de los pares
de Francia, así como los santuarios donde están sepultados
Rolando y los doce pares, el quinto libro refuerza la
“historicidad” de los acontecimientos narrados en la
Historia Turpini y la veracidad de la mención del Cronicón.
Pero
la atribución de la invención del sepulcro a Carlomagno
no agradaba a todos. Hacia 1115, en León probablemente,
el autor de la Crónica llamada Silense levantó la voz
contra los que afirmaban falsamente que Carlomagno había
luchado contra los “paganos” arrancándoles muchas ciudades,
y recordó que Carlomagno había entrado en España para
socorrer a un gobernador musulmán, que el único objetivo
de los francos era conseguir oro, y que la retaguardia
del ejército imperial había sido derrotada por los navarros.
Además, tampoco interesaba tanto en Compostela que el
descubridor fuera un emperador extranjero. Cuando, poco
antes de 1129, el canciller del rey y tesorero de la
catedral de Santiago, Bernardo, emprendió la tarea de
reunir todos los documentos conservados en el archivo
catedralicio en cinco volúmenes escritos en minúscula
carolina –letra que se difundía desde finales del siglo
XI–, en el primero o Tumbo A, dedicado a los diplomas
reales y de altos personajes, puso en primer lugar una
donación del rey Alfonso II al apóstol Santiago “cuyo
sacratísimo cuerpo fue revelado en nuestra época”, donación
fechada según toda probabilidad en el año 834, adornada
con una minatura representando el rey. En este cartulario
no se menciona al emperador, siendo los dos protagonistas
el rey y Teodemiro, lo que reenvía a, y autentica, a
la vez el preámbulo de la Concordia de Antealtares y
el capítulo dedicado a Teodemiro en el Cronicón Iriense.
Estos
textos ofrecían pues una doble versión de la invención
de la tumba del apóstol, versiones que podrían ser utilizadas
en medios y momentos oportunos, en función de las necesidades.
Descubierto por Teodemiro y Alfonso II (entre 818 y
834) o descubierto por Carlomagno tras una aparición
de Santiago (antes de 814), el sepulcro era una realidad
y el cuerpo de Santiago descansaba efectivamente en
Galicia. Los peregrinos nunca lo habían dudado. Quedaba
la cuestión de la evangelización de España por el hijo
de Zebedeo, tradición que se remontaba al llamado Breviario
de los apóstoles del siglo IV y que había corroborado
Isidoro de Sevilla en su De ortu et obitu patrum. Gregorio
VII había iniciado su misiva del 19 de marzo de 1074,
dirigida a los reyes Alfonso VI de Castilla y Sancho
IV de Pamplona, con el aserto de que San Pablo había
tenido la intención de ir a España, y que “luego siete
obispos habían ido enviados por los apóstoles Pedro
y Pablo desde la ciudad de Roma para evangelizar el
pueblo de España”, lo que aniquilaba la tradición de
una evangelización hecha por uno de los principales
apóstoles de Cristo, en los tiempos evangélicos, y otorgaba
a Roma la iniciativa de ésta.
La
“respuesta” a la aseveración pontificia se encuentra
en otros textos del Codex Calixtinus, en particular
en el libro III que recoge las historias y leyendas
de la traslación de Santiago, transmitiendo por primera
vez el tenor de la Epistola Leonis pape. Los compiladores
del libro lo pusieron, como los anteriores, bajo el
patrocinio del papa Calixto II. En el prólogo, se cuenta
cómo Santiago tuvo nueve discípulos en Galicia mientras
vivió, y cómo siete lo acompañaron a Jerusalén mientras
dos se quedaban en Galicia “para predicar”. Los siete
discípulos llevaron el cuerpo del apóstol martirizado
a Galicia por mar para darle sepultura, y fueron luego
a Roma para ser ordenados obispos por San Pedro y San
Pablo y volver a España a predicar la palabra de Dios.
Se retomaba así el argumento de Gregorio VII, no para
refutarlo, sino para incluirlo, cronológicamente, después
de la evangelización de Galicia por Santiago, sus discípulos
dedicándose, después de su ordinación en Roma, a lo
mismo en “las Españas”. En los demás capítulos del libro,
sin embargo, se relata la predicación de Santiago en
España y los discípulos que tuvo, sin referencia alguna
a San Pedro, San Pablo o Roma. En el segundo capítulo
del mismo libro, se adscribe a Calixto el hecho de que
el lugar escogido para la sepultura se llamaba Liberum
donum, un guiño al Cronicón Iriense que relataba que
se había reunido en tiempos de Teodemiro una serie de
sabios para darle un nombre al lugar “algunos dijeron
Locum Sanctum, algunos Liberum donum, algunos Compositum
tellus [tierra compuesta] de ahí Compostella...”. Se
repitió también el tema de la predicación de Santiago
en Galicia bajo la pluma y autoría de Turpín, compañero
de Carlomagno, a principios del primer capítulo de la
Historia Turpini: “El gloriosísimo apóstol de Cristo,
Santiago, mientras los otros apóstoles y discípulos
del Señor fueron a diversas regiones del mundo, predicó
el primero, según se dice, en Galicia”, sin evocación
alguna de San Pedro o de Roma.
Mientras
se elaboraban los diversos textos que, reunidos luego,
contituyen el Codex Calixtinus, Diego Gelmírez no desdeñaba
la historia contemporánea. La Historia Compostellana,
que es ante todo une reivindicación de las actuaciones
de Diego Gelmírez al frente de la sede, con la mención
de sus buenas relaciones con los abades de Cluny, los
papas y los patriarcas de Jerusalén, erigía el santuario
gallego como par de los de Roma y Jerusalén. No es de
extrañar entonces que, tras la muerte de Diego II hacia
1140, se haya procedido a compilar los textos relativos
a Santiago y a la peregrinación, poniéndolos todos bajo
la autoría de Calixto II – tío del rey Alfonso VII el
Emperador, oriundo de la borgoña imperial (teutónica),
arzobispo de Vienne y papa en Italia –, asociándole
Cluny y Jerusalén.
Hay
que vincular a esta amplia y diversa producción literaria,
que incluye también un Chronicon historiae Compostellanum,
el llamado Privilegio de los Votos, obra algo más tardía,
de los años 1160-1170, del canónigo Pedro Marcio. El
documento, que se presenta como la copia de un antiguo
privilegio, está basado en un capítulo del Cronicón
Iriense que relata una campaña de Ramiro II (931-951)
contra el califa de Córdoba, antes de la cual el rey
había ido a Santiago para rezar y había prometido un
censo a la iglesia apostólica cada año “hasta el Pisuerga”,
tras lo cual “Dios le dió una gran victoria”. Pedro
Marcio situó la campaña bajo Ramiro Iº (842-850), inventó
la caballeresca historia de un tributo de cien doncellas
pagado anualmente por los cristianos a los musulmanes,
transformó la campaña en batalla y la ubicó en Clavijo,
antepuso la batalla a la visita al santuario, hizo aparecer
a Santiago antes de y durante el enfrentamiento, e hizo
finalmente del voto del censo, esta vez extendido a
todo el reino, la manifestación del agradecimiento real
por la victoria dada, no por Dios, sino por el apóstol.
A principios del siglo XIII, se representó la liberación
de las doncellas en el tímpano de la puerta de entrada
a la catedral compostelana desde el claustro: la figura
ecuestre de Santiago es semejante a las representaciones
contemporáneas de los reyes Fernando II y Alfonso IX
en el Tumbo A, mostrando así a Santiago como rey y al
rey como el apóstol.
En
un siglo, la fisonomía del culto a Santiago en Compostela
se renovó radicalmente, tanto en los edificios y el
tesoro que admirarían en adelante los peregrinos y visitantes,
como en lo imaginario relativo a Santiago, a la traslación
de su cuerpo, el descubrimiento de su sepulcro, los
protagonistas de esa invención, las intervenciones del
apóstol en su papel de protector de los reyes y de España,
y la creación de un camino terrestre marcado por eseconjunto
de leyendas y milagros. A mediados del siglo XII, Santiago
rivalizaba con Roma y Jerusalén como meta de peregrinación
y hacia el santuario concurrían hombres y mujeres de
toda la Cristiandad mientras los artistas representaban
en pintura o escultura temas relacionados con los textos
elaborados en la época de Diego Peláez y Diego Gelmírez.
Pero no se había desdeñado el aspecto de Santiago como
protector de España y de sus monarcas, aspecto subrayado
en el primer diploma real recogido en el Tumbo A, donde
Alfonso II se dirigía al apóstol sicut patronum et dominum
tocius Hyspanie.
4.-
Compostela, centro cultural
Los
textos que fundamentaron la peregrinación a Santiago
durante siglos fueron producidos en un período relativamente
corto. Todos tienden a la exaltación de la sede apostólica
de Galicia, y todos se autentican mutuamente. Resulta
pues difícil imaginar que hayan sido producidos de forma
inconexa, en lugares diferentes y a veces alejados entre
sí, por autores que no se conocían entre sí. Y más difícil
aún otorgar a parte de estos textos, o a su conjunto,
un origen francés o cluniacense. Por el contrario, se
vislumbra detrás de estos textos una política coherente
de defensa y exaltación de la sede compostelana, que
sólo puede proceder de la misma sede
.
En
la Historia Compostellana, Diego Gelmírez insiste en
varios capítulos sobre su interés por los estudios.
A su llegada sobre la cátedra episcopal, dice el primer
autor de la Historia, Diego Gelmírez habría encontrado
a un clero de “patanes que prácticamente no estaban
sometidos a disciplina eclesiástica alguna”, y para
ellos contrató a maestros extranjeros para que los “apartara
de los rudimentos de la infancia”. Se trata evidentemente
de una expresión retórica, destinada a ensalzar la obra
del arzobispo, un arzobispo que había sido criado en
la catedral y era contemporáneo de dos conocidos juristas
de finales del siglo XI, también educados en Santiago,
Ecta Gundesindez y el notario real Arias Díaz. No deja
de ser cierto que Diego Gelmírez envió a varios canónigos
o futuros canónigos a perfeccionar sus conocimientos
en las escuelas de París, Chartres o del Loira donde
se impartía la mejor enseñanza del trivium, y a otros
a Italia para que estudiasen el derecho en Pavia o Bolonia,
y que contrató a maestros para Compostela. Estos datos,
y la mención en el noveno capítulo del libro Vº del
Codex Calixtinus, donde se describe la iglesia, de “la
séptima [puerta], de la escuela de gramática, que permite
también entrar en la casa del dicho arzobispo”, subrayan
la importancia de la escuela episcopal, en la que enseñaron
los didascali Bernardo el Viejo y Roberto, arquitectos
de la catedral a finales del siglo XI. Una escuela que
puede contratar a maestros extranjeros, como los dos
arquitectos –probablemente de origen normando o inglés–
y el magister de doctrina eloquentie (...) et de ea
que discernendi facultatem plenius amministrat, quizás
el magister Giraldo, natural de Beauvais, autor de parte
de los capítulos de la Historia Compostellana y calificado
como didascalus episcopi sancti Iacobi, es a todas luces
una escuela de muy alto nivel en el siglo XII, capaz
de rivalizar con centros como París o Bolonia.
Y,
al igual que en los demás centros culturales importantes
de su época, en la escuela compostelana maestros y estudiantes
naturales de la región o del reino convivían con extranjeros
atraídos por la fama del lugar y, en el caso de algunos
maestros, por unos pingües beneficios o una interesante
remuneración. Maestros y estudiantes ponían así juntos
sus conocimientos al servicio de la sede en la que trabajaban.
En 1972, Christopher Holer sugirió la posibilidad de
que el Codex Calixtinus fuera una obra escolar, destinada
a la enseñanza del latín y de la música, escrita por
un maestro para sus jóvenes alumnos. Proponía que el
maestro fuera francés pero hubiera iniciado su carrera
en España, y que el texto procediera de una escuela
parisina, quizás la de Saint-Jacques-de-la-Boucherie,
dependencia de la abadía cluniacense de Saint-Martin-des-Champs,
descartando totalmente que la escuela pudiera estar
en España. Sin embargo, en el siglo XII la escuela episcopal
de Santiago de Compostela tenía una larga tradición
tras de sí, y era infinitamente más importante y prestigiosa
que la de Santiago de París. El cosmopolitismo de la
ciudad, a la que concurrían peregrinos de todas las
regiones y lenguas de la Cristiandad, se reflejaba en
la composición de la escuela, en la que oficiaba, en
1134, el maestrescuela Rainiero de Pistoia, un italiano.
A
esta escuela catedralicia se encomendó la redacción
de todas o de la mayor parte de las obras producidas
bajo los episcopados de Diego Iº y Diego IIº de Compostela.
Los datos, a menudo precisos, las observaciones acerca
de costumbres extrañas, el conocimiento de lenguas extranjeras,
se pueden deber a estudiantes o maestros oriundos de
las Galias, de Francia, de Italia o del imperio, cuando
no a maestros y estudiantes hispanos que hubieran viajado
o estudiado fuera. Sirvieron para subrayar la “internacionalidad”
del santuario gallego en una época en que Toledo jugaba
la carta del “nacionalismo” visigodo. No era necesario
residir en Francia, ni siquiera ser “francés”, para
conocer Carlomagno o disertar sobre el sepulcro de San
Gil de Provenza, para alabar a los habitantes del Poitou
o denostar los navarros y vascos, para atribuír al tío
del rey Alfonso VII la autoría del Codex o inventarse
una bula de Inocencio II que autenticara el conjunto.
¿Y
Aimerico Picaud? Consta su nombre en el apéndice del
volumen, a la vez como autor de un himno a Santiago
y, en compañía de Olivero de Asquin y la flamenca Gerberga,
como uno de los que llevaron a Galicia la obra compilada
por Calixto II, según la epístola de Inocencio II. Pero
sabemos que esta epístola es también una falsificación,
cuyo objetivo es la autenticación del Codex: la obra
del papa Calixto había sido redactada, según su explicit,
“en numerosos lugares, o sea en Roma, en tierras de
Jerusalén, en las Galias, en Italia, en Alemania y sobre
todo en Cluny” y, por lo tanto, tenía que llevarse en
algún momento a Santiago. Los lugares mencionados se
refieren todos a Diego Gelmírez y a su política. En
cuanto a los nombres de los mensajeros en esa falsa
epístola, pueden ser los de alumnos o maestros de la
escuela compostelana en el momento de la falsificación,
quizás incluso un guiño a los encargados materiales
de la falsificación. La noción de auctor de los textos
medievales difiere mucho de la que se impuso a finales
de la Edad Media, siendo todavía en los siglos XI y
XII el auctor el que da su “autoridad” al texto y no
su creador material, cuya importancia desaparece detrás
de la del auctor. Detrás, pues, del auctor designado
aquí como el papa Calixto II, no hay que buscar un “autor”
preciso, un creador dotado con una personalidad definida
(clérigo, giróvago, poitevino, etc.). El Codex Calixtinus
es una obra anónima, como la inmensa mayoría de las
de su época, tras la cual se encuentra probablemente
el conjunto de los miembros de la escuela episcopal
compostelana.
La
obra de los dos Diego de Compostela tuvo una larga posteridad,
no sólo en los edificios que idearon y encargaron, sino
también en el campo del imaginario europeo. Pocos años
después de la compilación del Codex Calixtinus en cinco
libros, que Manuel Díaz y Díaz sitúa entre 1146 y 1157,
Carlomagno fue canonizado en Colonia. El motivo que
permitió la canonización, que tuvo lugar en 1165, no
fue las hazañas históricas del emperador sino el hecho
de que Santiago se le hubiera aparecido y que, después
de esa aparición, Carlomagno hubiera descubierto su
tumba. Fue quizás con ese motivo que se difundió en
Europa una versión breve de la obra compostelana, el
Libellus.
En
el siglo XIII, los reyes de Francia reivindicaron a
Carlomagno, San Carlomagno en adelante, como antepasado
suyo y el primer rey de Francia. La Historia Turpini,
rechazada por los cronistas hispanos como Rodrigo Jiménez
de Rada, arzobispo de Toledo, se convirtió en parte
de las Grandes Crónicas de Francia, o sea de la historia
oficial de Francia. Lo atestiguan los numerosísimos
manuscritos, a veces ricamente iluminados, que desarrollan
la historia de Carlomagno y Rolando en España.
En
1620, en medio de los conflictos belicosos entre España
y Francia, los canónigos de Santiago de Compostela consideraron
más oportuno “limpiar” el Codex Calixtinus de una obra
que exaltaba el fundador de la dinastía francesa y,
vista su posteridad en Francia, bien podía ser francesa.
Se desgajó el IVº libro del resto del Codex, y se alteró
el primer folio del Vº libro para que quedara como IVº.
La Historia Turpini acabó en una estantería alta del
archivo donde se olvidó su existencia durante más de
tres siglos. No nos debe pues de extrañar que, en la
segunda mitad del siglo XIX y a principios todavía del
XX, los filólogos franceses, que sólo conocían las versiones
transmitidas por las crónicas francesas medievales,
atribuyeran la Historia Turpini a autores franceses;
y tampoco que Jeanne Vielliard, al encontrar en Santiago
de Compostela el Vº libro del Codex – todavía señalado
como IVº libro – y comprobar la estrechas relaciones
que mantenía con la Historia Turpini, lo atribuyera
también a un autor francés.
Pero
el re-descubrimiento del original de la Historia Turpini
en el archivo catedralicio compostelano y el estudio
pormenorizado que dedicó al manuscrito Manuel Díaz y
Díaz devuelven a Santiago la autoría de los cinco libros
y del apéndice del Codex Calixtinus. Examinados dentro
del conjunto de obras entonces producidas, con las que
mantienen una estrecha relación, ponen de relieve la
existencia en Santiago de Compostela de un centro cultural
que, por su importancia, su vitalidad, su cosmopolitismo
y su producción a lo largo de los siglos XI y XII, no
tiene nada que envidiar a los afamados centros de Francia
o Italia.
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